En mi camino rumbo al internet “La cabina”, junto a la unidad habitacional Cuatepec, vi un anuncio en una barda que no entendí de inmediato, llevaba mis anteojos puestos y mi neurona activa y ni así alcanzaba a comprender el letrero; mi cerebro intentaba, como en esos test (según la Real Academia Española -RAE-, debe mantenerse así el plural en español, que en inglés sería “tests”) que usan los psicólogos donde uno puede encontrar más de una figura o como sucede con la pareidolia, trataba digo, de entender que se refería a una “peluquería” pero, al lado, había dibujado el perfil de la cabeza de un perro. Me detuve y leí con calma: “perruquería”. Original… y muy curioso, porque la primera parte de la palabra “peluquería” viene del francés “perruque”, que es “cabellera”, “peluca”, con el sufijo “-ero” (profesión u oficio), así cuenta el maestro Guido Gómez de Silva en su Breve diccionario etimológico de la lengua española, uno de los pocos diccionarios en papel que conservo y uso; por supuesto, no tiene relación con “perro”; mas, todo esto ¿lo sabrá aquel que ese letrero mando hacer o hizo? Muy probablemente no, es una coincidencia. (“Lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido”: Voltaire)
El asunto aquí es la formación (neologismos, como los que Salvador Novo inventaba, los novocablos), deformación (“inflingir” por “infligir”, “veintiún personas” por “veintiuna personas”, “primer canción” por “primera canción”, en inglés los hispanohablantes nos confundimos por el uso adecuado de “million” o “millions”) o malinterpretación (“basto” y “vasto”, “si no” y “sino”, algo parecido a los false friends gringos: library es biblioteca, no librería) de la palabras y su significado; con el agravante de que, la otrora estricta, aburrida y lenta RAE, hoy es más rápida que el Rayo McCoy (el de Rafael Ramírez Heredia) pero en sus buenos tiempos, y a todo dice que sí o que ambas palabras, cuando están en disputa, son correctas, como en el caso de “oscuro” y “obscuro”; cuando hay dudas más comunes, como “restaurante” y “restorán”, a veces no se sabe que las dos son correctas, la cuestión es saber por qué, de manera que no dudemos que son incorrectas “restorante” y “restaurán”. Otro problema es cuando las palabras se usan incorrectamente como sinónimos: “bastante”, “demasiado” y “mucho”, por ejemplo: “bastante”, en su primera acepción es “suficiente, que basta”; “mucho”, en su primera acepción es “numeroso, abundante o intenso”, y la segunda acepción corresponde a la primera de “bastante”; “demasiado”, en su primera acepción es “en número, cantidad o intensidad excesivos”.
La Academia a todo dice ahora que está bien y que todo vale. La Academia, antes más lenta que una tortuga con reumas, ahora es rápida y se le hace bolas el engrudo. A finales del siglo pasado, un joven español, Raúl Cárdenas, decidió meterse a la web del pentágono ¡para corregir una coma mal puesta!, le salió barato: multa y tres meses de cárcel; en 2016, el mismo Raúl se infiltró en la página de la Real Academia Española y hackeó (esta castellanización ya está tan arraigada en nuestro idioma como “escanear”) el diccionario, desesperado ante la lentitud de los académicos; lo hizo de noche, cuenta, “aprovechando que todos los académicos están acostados en sus respectivos sillones y tapados con una sábana para que no cojan polvo”, el único académico “sensato”, según este hacker singular, es Mario Vargas Llosa. Vale la pena leer la divertida entrevista que aparece en El País Semanal (10-VII-2016). La cuestión con la Academia es que ha sido rebasada por todos lados, para unas cosas sigue lenta, para otras es rauda, conserva palabras en desuso total y se empeña en negar la entrada a las que se han ganado su sitio.
En fin, ya que cité al Rayo McCoy aprovecho ese cuento genial de Jack London, A Piece of Steak, que en español a veces aparece como Por un bistéc o Un buen bistéc o Todo por un bistéc (yo le hubiera llamado Un bistecito), el caso es que esos títulos traducidos usan “bistéc” (muchas taquerías ofrecen tacos de bisteck), y resulta que la Academia ya acepta “bisté”, aunque sin expulsar “bistéc” ¡Uf! “Bistéc” llegó a México como “beefsteak”; a mediados del siglo pasado todavía, según podemos leer en los textos de Salvador Novo, aparece como “beefsteak”, sin castellanizarse, como sí pasó con las “milkshake”, que se volvieron “malteadas”. Pienso también en los talleres automotrices, donde se aplica al género masculino, “taller”, lo correspondiente al femenino, que debe usarse en fuerza: “fuerza automotriz”, así que el taller debería ser “automotor”.
Cosas de las palabras, por ejemplo, los lugares comunes, hoy día se instalan nuevos, se intensifican en su uso y se emplean despiadadamente, cual ráfaga de ametralladora; véase cualquier “mesa de debate”, escúchese a los “comentócratas” (neologismo), a los políticos, a los locutores, etc., y cuente el hipotético lector las veces que dicen, antes de comenzar su parrafada, “a ver…”
Así van las cosas, incluso con palabras cuyo origen es difícil de rastrear. Consideremos “talacha”, una versión dice que proviene de “tlalhacha”, que surge de unir el náhuatl “tlalli”, “tierra”, con la española “hacha” y que acaba como talacha, trabajo de campo que se hace con dicha herramienta o alguna similar y, por extensión, todo trabajo breve y sencillo aunque duro, por eso hay talacherías y se hace talacha, lo que viene a ser como nuestro mexicanísimo “rato” o “ratito”, incomprensible en su duración para los extranjeros, puede ser un minuto (o menos, cinco, como dice el que dice), quince minutos, media hora, una hora, dos horas, etc. En otra versión del origen de “talacha”, se asegura que se debe al instrumento de labranza que se usa como pico y azadón. El caso es que todos entendemos lo que significa “hacer talacha” y qué es una “talachería”, hasta el punto en que se convierte en un modismo (como en el slang gringo: a buck, couch potato, screw up, etc.; y más cerca de los idioms: “run the house” o let the cat out of the bag”), pero “talachería” y “ratito” están más allá del conocimiento de un extranjero neófito en nuestro idioma.
Hubo palabras que, en la primera mitad del siglo pasado, uno podía entender sin problema, como “talabartería”, simplemente porque talabarterías las había por todos lados, casi como hoy pululan los oxxos o las tiendas de teléfonos celulares. En todo México el trabajo de los talabarteros era imprescindible, hoy es una artesanía y el término es casi desconocido; en cambio, la moda trae palabras que se ven muy interesantes y que dan mucho caché (“caché”, del francés, distinguido, elegante, que “se da su paquete”, “que se da su taco”), como “resiliencia”, “transversalidad”, “empoderamiento”, “tejido social”, “coaching”, “conversatorio”, “disruptivo”, etc.
A fin de cuentas, fenómenos léxicos a un lado, el autor de ese letrero hizo un hallazgo que quizá se desvanezca sin dejar rastro. “Perruquería” se oye bien, y la Academia… a la Academia le vale un pepino (o, como se leía en la defensa de una camioneta de lujo negra, de vidrios polarizados, que expulsaba por sus potentes bocinas reguetón y que vi circulando en Apizaco: “precaución porque me vale madres”).